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sábado, 22 de diciembre de 2012


Seguramente ya he perdido la cuenta de las veces que me han dicho que llore. Que llore y suelte todo lo que hace que cualquier momento a solas pueda ser de los peores minutos del día. Pero hasta el momento están contadas las lágrimas que he derramado, por miedo a perder la fuerza que me protege, en cada una de ellas. Y he aprendido a aguantar, aguantar hasta estallar entre sollozos. Sollozos que también reprimo.
Hoy he pensado de forma distinta. Me he pedido a mi misma llorar todo lo que pudiese. Por ti, porque piense lo que piense ya no estás, ni estarás, ni entenderás el por qué aun te sigo escribiendo letras que ni te mereces. Me he pedido gritar bajo el agua de la ducha donde nadie pudiese oír que aun duele por dentro todo lo que sonrío al salir el sol. Porque es la noche quien aguanta las horas amargas, entre sueños e ilusiones, que yo misma elimino por completo mientras me entretengo en buscar cualquier canción que pueda distraerme. Porque es la almohada quien ha sostenido esas pequeñas y cristalinas gotas que, digamos por culpa del destino, un día pude derramar.
Y ahí estaba, con la cara empapada intentando soltar las razones por las que debería haber llorado hace tiempo. Recordando como perdí de un día para otro tantas cosas. Ya no sabía si prefería llorar o ahogarme bajo el agua. Pero ni había agua suficiente ni conseguía que saliese una mínima astilla de rencor. Ni siquiera me escocían los ojos. Mi corazón ha guardado todo lo que un día me hizo daño, y ahora tengo un muro frente a mí que ni siquiera yo misma puedo romper.  

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